Una de las mayores vocaciones de la Historia de la Iglesia, el fundador de la Orden Franciscana recibió los estigmas del Redentor y se tornó un sustento de la Iglesia universal; modelo de desprendimiento total, no despreciaba a los ricos; poseía la alegría que deriva de la pureza de corazón y de la constancia en la oración.
San Francisco de Asís, uno de los santos más populares del mundo, marcó profundamente no sólo la vida de la Iglesia, sino también de la sociedad de su época. Celebramos su fiesta el día 4 de Octubre.
Pocos santos ejercieron una influencia tan determinante en la historia civil y eclesiástica de su tiempo como el Poverello de Asís. Y pocos habrán llevado las máximas evangélicas tan lejos cuanto este hombre que se identificó tanto con Nuestro Señor Jesucristo crucificado, que mereció recibir en su cuerpo los sagrados estigmas de la Pasión.
Francisco nació en 1182 en la pequeña y poética ciudad de Asís, situada en los Apeninos. Su padre fue Pedro Bernardone -que se hiciera famoso por la usura y ceguera en relación con su hijo- y su madre una dama de origen francés, de noble sangre y gran virtud, llamada Pica.
Narra una leyenda que ella, sintiendo los dolores del parto, no conseguía dar a luz, hasta que se trasladó a la caballeriza de la casa, naciendo así Francisco, a semejanza del Salvador, sobre la paja, entre el asno y el buey.
San Francisco de Asís, uno de los santos más populares del mundo, marcó profundamente no sólo la vida de la Iglesia, sino también de la sociedad de su época. Celebramos su fiesta el día 4 de Octubre.
Pocos santos ejercieron una influencia tan determinante en la historia civil y eclesiástica de su tiempo como el Poverello de Asís. Y pocos habrán llevado las máximas evangélicas tan lejos cuanto este hombre que se identificó tanto con Nuestro Señor Jesucristo crucificado, que mereció recibir en su cuerpo los sagrados estigmas de la Pasión.
Francisco nació en 1182 en la pequeña y poética ciudad de Asís, situada en los Apeninos. Su padre fue Pedro Bernardone -que se hiciera famoso por la usura y ceguera en relación con su hijo- y su madre una dama de origen francés, de noble sangre y gran virtud, llamada Pica.
Narra una leyenda que ella, sintiendo los dolores del parto, no conseguía dar a luz, hasta que se trasladó a la caballeriza de la casa, naciendo así Francisco, a semejanza del Salvador, sobre la paja, entre el asno y el buey.
Nada sabemos de la infancia del Santo. En la Leyenda de San Francisco (o De los Tres (Amigos), escrita por tres de sus primeros discípulos, leemos: “Ya crecido, como era dotado de una viva inteligencia, se dispuso a continuar el oficio paterno, es decir, el comercio, sin embargo con otros entendimientos, pues él era mucho más alegre y liberal que su padre: le gustaba andar en festiva compañía, sea durante el día sea durante la noche, por las calles de Asís, en diversiones y cantos, y era tan gran derrochador, que gastaba en reuniones y banquetes todo cuanto ganaba”.1 A lo cual añade San Buenaventura, tercer General de los franciscanos, contemporáneo y discípulo del Poverello: “Pero, con el auxilio divino, jamás se dejó llevar por el ardor de las pasiones que dominaban a los jóvenes de su compañía”.2
El propio Francisco confiesa: “Yo verdaderamente creo nunca haber, por la gracia de Dios, cometido falta sin haber hecho de ello expiación, confesando mi pecado y arrepentido de mi culpa”.3
Alegre, jovial, desprendido, gentil, afable, “el Señor infundía en su corazón un sentimiento de piedad que lo hacía generoso con los pobres. Este sentimiento fue creciendo en su corazón; y lo impregnó de tanta bondad, que él decidió, como oyente atento que era del Evangelio, ser generoso con quien le pidiese limosna, sobre todo a quien pidiese por amor de Dios”,4 de modo que daba hasta parte de su vestuario, si no tenía más dinero.
La popularidad que Francisco había adquirido hasta entonces entre sus coterráneos se debía más a sus cualidades morales que a las físicas, pues “era pequeño y de aspecto miserable”,5 atrayendo poco la atención de aquellos que no lo conocían.
“Desprecia lo que amaste” – entrega a la Dama Pobreza
Llevaba él esa alegre y despreocupada vida, cuando tuvo las primeras revelaciones divinas que lo llamaban a una vida más elevada. Rezando un día en la iglesia de San Damián, oyó al Crucificado pedirle que restaurase su casa, que estaba en ruinas. Tomando las palabras literalmente, se empeñó en la refacción no sólo de ese templo, sino de otros dos más. El Divino Redentor, sin embargo, le pidió que sobre todo restaurase no los edificios de las iglesias, sino la propia Iglesia en cuanto institución.
Mas le dijo el Salvador: “Si quieres conocer mi voluntad, precisas despreciar todas las cosas que hasta aquí materialmente amaste y deseaste. Cuando hubieres hecho eso, te será agradable todo cuanto te es insoportable y se volverá insoportable todo cuanto deseas”.6
Entonces intervino Pedro Bernardone, pues su hijo daba de limosna todo lo que tenía, y pasó a llevar una vida considerada insensata por el mundo. En esa época ocurrió el conocido episodio en que el padre recurre al obispo para hacer cesar las “extravagancias” del hijo; éste se apresura a despojarse hasta de la ropa que lo cubría, para satisfacer la codicia del padre. Después de eso Francisco se entregó completamente a lo que llamó la Dama Pobreza, siguiendo al pie de la letra los consejos del Evangelio.
“Como otro Elías, comenzó Francisco a anunciar la verdad, con pleno ardor del Espíritu de Cristo. Convidó a otros a que se asociasen a él en la búsqueda de la perfecta santidad, insistiendo para que llevasen una vida de penitencia. Comenzaron algunos a practicar la penitencia, y enseguida se asociaron a él, compartiendo la misma vida, usando vestimentas viles. El humilde Francisco decidió que ellos se llamarían Frailes Menores”.7
Surgieron así los primeros doce discípulos que, según registran las Florecillas, “fueron hombres de tan grande santidad que, desde los Apóstoles hasta hoy, no vio el mundo hombres tan maravillosos y santos”.8 “Aquellos que venían a abrazar esta vida distribuían a los pobres todo lo que tenían. Se contentaban sólo con una túnica, un cordón y un par de calzas, y no querían más”, dirá más tarde Francisco en su Testamento.9
Los nuevos apóstoles se reunieron en torno de la pequeña iglesia de la Porciúncula, o Santa María de los Ángeles, que pasó a ser la cuna de la Orden.
No se sabe con certeza cuántas iglesias en ruinas o deterioradas reconstruyó Francisco; entre ellas, a la que más estima tenía era la capilla de la Porciúncula (“la partecita”, llamada así porque estaba junto a una construcción mayor). Fue un abad benedictino del Monte Subasio quien le ofreció la capilla de la Porciúncula y un terreno adyacente (propiamente la partecita, la porcioncita). Francisco aceptó, pero no como un regalo, sino que pagaba como renta canastas con peces.
Allí fue donde recibió la revelación definitiva de su misión, probablemente el 24 de febrero de 1208 cuando escuchó estas palabras del Evangelio: No lleven monedero, ni bolsón, ni sandalias, ni se detengan a visitar a conocidos… (Lc., 10) Así, cambió su afán de reconstruir las iglesias por la vida austera y la prédica del Evangelio. Después de someterse a las burlas de quienes lo veían vestido casi de trapos, ahora su mensaje era escuchado con atención.
Para obtener la aprobación de su incipiente Orden, Francisco se dirigió a Roma. Y el Señor estaba con él, pues, poco antes de llegar, y para prepararle el terreno, “el Pontífice Romano vio en sueños a la Basílica de Letrán, a punto de desplomarse; mas un pobrecillo, hombre pequeño y de aspecto miserable, la sustentaba con sus hombros, impidiendo que se desplome”.10 Cuando el Sumo Pontífice vio en su presencia al Poverello de Asís, lo reconoció, lo abrazó, y le dijo a él y a sus compañeros: “Hermanos, id con Dios y predicad la penitencia, según os será inspirada. Cuando hubiereis crecido en número y el Señor aumentado sus gracias a vuestro favor, tornad a Nos, que os concederemos lo que deseareis y mucho más”.11
Provistos de esa aprobación pontificia, los nuevos religiosos salieron a predicar, de a dos, recorriendo las ciudades de la región y mostrando a sus habitantes, con la palabra y con el ejemplo, el camino de la salvación.
El Papa aprobó la regla verbalmente al convencerse de que la ayuda de un hombre como Francisco reforzaría la imagen de la Iglesia con su prédica y su práctica del Evangelio.
Seis años después, durante el Concilio de Letrán de 1215, la Orden Franciscana adquirió un fuerte estatus legal porque en ese año se decretó que toda nueva orden debía adoptar la Regla de San Benito o la de San Agustín. Para la Orden de los Frailes Menores no hubo necesidad de esto, por haber sido aceptados años antes (aunque de palabra y no oficialmente). En este concilio el Papa Inocencio III tomó la letra TAU como símbolo de conversión y señal de la cruz; de ahí en adelante el poverello de Francisco fue devoto de este símbolo.
Cierta noche los frailes vieron un carro de fuego de un esplendor maravilloso, con un globo brillante, parecido al sol, entrar en el aposento en que estaban, dando tres vueltas en el recinto. Comprendieron que Dios quiso mostrarles, por aquella figura, “que su padre Francisco había venido «en el espíritu y en la fuerza de Elías». Desde entonces [Francisco] penetraba los secretos de sus corazones, predecía el futuro y realizaba milagros. Estaba patente para todos que el espíritu de Elías, dos veces más poderoso, viniera a habitar en él con tal plenitud, que lo más seguro para todos era seguir su vida y enseñanzas”.12 Francisco manifestaba su amor a Dios por una alegría inmensa, que se expresaba muchas veces en cánticos ardorosos. A quien le preguntaba cuál era la razón de tal alegría, respondía que “ella deriva de la pureza del corazón y de la constancia en la oración”.
Esa divina locura de la cruz, que transparentaba en Francisco y le atrajo muchos discípulos, debía atraer también a una joven, hija del Conde de Sasso Rosso, Clara, de 17 años. Desde el momento en que oyó al Pobrecillo predicar, comprendió que la vida que él proponía era la que Dios quería para ella. Francisco se volvió guía y padre espiritual de su alma.
Como sus padres tenían otros planes para Clara, fue necesario que ella huyese a la pequeña iglesia de la Porciúncula, donde Francisco le cortó los cabellos y la hizo vestir un simple hábito. Nacía así la Segunda Orden de los Franciscanos, las Clarisas. Dos semanas después, Inés, hermana de Clara, la seguía al claustro, y más tarde una tercera, Beatriz.
A pesar de predicar especialmente a los pobres e identificarse con ellos, “Francisco tenía el hábito de alertar a sus discípulos, exhortándolos a no condenar y no despreciar a «aquellos que vivían en la opulencia y vestían con lujo»”. Decía que “también ellos tienen a Dios por señor, y que Dios puede, cuando quiere, llamarlos, como a los otros, y hacerlos justos y santos”.13 Uno de esos nobles le dio al Poverello el Monte Alverna, donde recibiría la mayor gracia de su vida.
En 1217, yendo a Roma, Francisco se encontró con otra lumbrera de la Iglesia de la época, Domingo de Guzmán, que también había fundado una Orden religiosa para combatir la decadencia de las costumbres. Los dos santos se abrazaron, estableciendo una amistad solidificada por el amor a Dios.
Poco después Francisco recibía en su Orden a uno de los que serían su mayor gloria y haciéndose uno de los santos más populares del mundo, Fray Antonio de Lisboa, más adelante conocido, también, como “San Antonio de Padua”.
Uno de los mayores dolores de Francisco fue ver surgir una nueva tendencia entre sus frailes, comandada por el Superior Fray Elías, que daba una orientación diferente a la del Santo, principalmente con relación a los estudios y al modo de observar la pobreza.
De otro lado, eran tantos los seglares que, ligados por los lazos del matrimonio o con otros encargos terrenos, no podían observar por entero las reglas franciscanas, pero querían pertenecer a su familia de almas, que Francisco fundó una Orden Tercera para abarcar a todos. Muchos grandes personajes -como San Luis, Rey de Francia, y Santa Isabel, Duquesa da Turingia- a ella pertenecieron.
Debido a la cercanía de la Navidad, a la que Francisco tenía especial aprecio, quiso celebrarla de manera particular ese año de 1223; para ello invitó a un noble de la ciudad de Greccio, de nombre Juan, a festejar el nacimiento de Jesucristo en una loma rodeada de árboles y llena de cuevas de un terreno de su propiedad.
Pretendió que la celebración se asemejará lo más posible a la natividad de Jesús, y montó un pesebre con animales y heno; pobladores y frailes de los alrededores acudieron a la misa en procesión. Allí el poverello asistió como diácono y predicó un sermón. Aunque no fue la primera celebración de este tipo, es considerada un importante evento religioso, una fiesta única.
Dos años antes de su muerte, habiendo Francisco ido al Monte Alverna en compañía de algunos de sus frailes más íntimos, se puso en oración fervorosa y fue objeto de una gracia insigne. Con la apariencia de un serafín de seis alas se le apareció Nuestro Señor crucificado que, después de entretenerse con él en dulce coloquio, partió dejándole impreso en el cuerpo los sagrados estigmas de la Pasión. Así, este discípulo de Cristo, que tanto deseaba asemejarse a Él, obtuvo este otro trazo de similitud con el Divino Salvador.
En su última enfermedad, y ya próximo a la muerte, quería Francisco que Fray Ángelo y Fray León permaneciesen junto a su lecho para cantar las alabanzas de la “Hermana Muerte”. A quienes se escandalizaban con esa actitud, respondía: “Por una gracia del Espíritu Santo, me siento tan profundamente unido a mi Señor Dios, que no puedo dejar de alegrarme en Él”.14
“Por fin, habiéndose realizado en él todos los planes de Dios, el bienaventurado se durmió en el Señor, rezando y cantando un Salmo” 15, el día 4 de octubre de 1226, a los 45 años, siendo canonizado apenas dos años después.
Notas: